Servicio Impuestos Internos

El debate tributario es tal vez la discusión pública más importante y delicada que currirá este año, por la sencilla razón que pone frente a frente el dinero acumulado por los más ricos y las reformas que permiten construir un país menos desigual. CIPER invita a sus lectores a adentrarse en el debate impositivo que viene y a entender las importantes cosas que están en juego a través de esta serie de columnas escritas por el abogado Francisco Saffie. Con un lenguaje claro y directo el abogado despliega ante el lector los vericuetos del laberinto tributario, cuyos detalles incluso muchos economistas no entienden. En esta primera entrega Saffie explica que la reforma necesaria es mucho más profunda que concordar un alza para el tributo de las empresas. El actual sistema, dice, es fruto de reformas llevadas adelante en 1974 y 1984 que consistieron más que en un cambio de tasas, en un cambio de país. “Desde entonces los chilenos hemos debido aprender que nuestra propiedad sólo depende de nosotros, que estamos aislados, porque competimos unos con otros por apropiarnos del producto social”, sostiene.

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En el debate actual sobre una posible reforma tributaria, quienes creen que la solución pasa por aumentar la tasa del impuesto de primera categoría olvidan el origen del sistema que nos rige hoy y, sobre todo, olvidan las ideas sobre las cuales se levantó y que le dan vida más allá de tal o cual porcentaje.


El impuesto a la renta vigente en Chile corresponde a un esquema de tributación que fue creado en 1974. Hasta entonces ese impuesto contemplaba distintos tributos con diferentes tasas: por ejemplo, se aplicaba un 35% a las sociedades anónimas, un 40% a los bancos y compañías de seguro y un 17% como tasa general. Mientras que el impuesto a la renta que afectaba a las personas tenía montos que variaban dependiendo del tipo de trabajo. Era un sistema complejo y difícil de administrar, sin duda. Pero tal vez su principal característica es que estaba basado en (–e intentaba dar cuenta de–) el principio de capacidad contributiva, es decir, que los ciudadanos deben aportar al financiamiento del Fisco de acuerdo a su nivel de ingresos. El sistema buscaba reflejar lo que mayoritariamente en el mundo se había aceptado como principio básico de los impuestos a la renta y que los chilenos, al menos en el papel, comprendíamos: que los impuestos son un aporte que todos debemos hacer para vivir en una sociedad mejor y que quienes tienen más deben aportar más.

A partir de 1974 y luego con otras reformas en 1984, se impuso una idea muy distinta: que los impuestos son una carga, un robo del Estado. Eso explica en parte que desde entonces se haya hecho natural entender que podemos librarnos de ellos con astucia. Y como sostuvimos en una columna anterior, se empezó a diseñar un sistema que busca privilegiar a unos pocos.

Por supuesto, no hay que idealizar el pasado y lo cierto es que la fidelidad al principio de capacidad contributiva era y es difícil de administrar e implementar. De hecho, el mayor desafío de los sistemas tributarios contemporáneos está en equilibrar equidad y eficiencia (como veremos más adelante en esta serie).

La reforma de 1974, en la práctica, no sólo simplificó las operaciones sino que introdujo un principio nuevo: alinear el sistema tributario con la distribución de mercado, de modo que sea el mercado el encargado exclusivo de asignar y distribuir los recursos. Para lograr eso se estimó que los impuestos debían afectar lo menos posible el sistema de precios determinado por la oferta y demanda. Desde esta perspectiva, la solución fue gravar con la misma tasa a todas las áreas de negocios. Se buscó así que el capital invertido fuera tratado de la misma forma, sin distinguir entre distintas áreas de negocios, para que así la “decisión de dónde invertir respondiera exclusivamente al mercado” según sostuvo Hernán Cheyre, hoy vicepresidente ejecutivo de Corfo, en un trabajo académico a mediados de los 80′ en que seguía las doctrinas económicas de moda en ese momento (“Análisis de las reformas tributarias en la década 1974–1983”)*.

Con esa simple decisión la autoridad renunció a que la contribución debida respondiera a una concepción de justicia y puso al mercado en el centro de nuestra vida pública. Para las nuevas autoridades era importante que la asignación del capital dependiera sólo de la rentabilidad y de ningún otro criterio. El sistema tributario que se creó en 1974 estableció las bases del sistema neoliberal que comenzaba a instalarse en el país; de esta forma, lo político quedó entregado al mercado.

“La reforma de 1974, en la práctica, no sólo simplificó las operaciones sino que introdujo un principio nuevo: alinear el sistema tributario con la distribución de mercado, de modo que sea el mercado el encargado exclusivo de asignar y distribuir los recursos”

La reforma de 1974 debe entenderse, entonces, como la primera etapa de lo que estaba por venir. Lo que sus ideólogos sabían, y que lamentablemente han olvidado quienes se conforman con aumentar las tasas, es que la política tributaria “tiene un alcance que va más allá de los montos recaudados por el sector público para hacer frente a sus gastos” (Cheyre, p. 13). La idea que se implementó buscaba mantener la mayor cantidad posible de capital en manos privadas y así fortalecer la inversión que tuviera origen en ese sector. Para ello los mecanismos de recaudación fiscal debían responder a criterios de eficiencia y sobre todo, responder a la idea de que la propiedad privada es un derecho previo –¿y superior?– a la existencia del Estado.

La idea era generar “simplicidad, eficiencia y equidad” (Cheyre, ibid.). Pero el sistema no tuvo inicialmente los resultados que sus creadores esperaban. En una cuestión que resultará clave para lo que hoy se discute, el sistema tributario no reconocía un trato privilegiado a las sociedades anónimas y al capital. En el sistema de 1974 las sociedades anónimas pagaban un impuesto de 17%, y además sus accionistas estaban afectos con una tasa especial de 40% por las utilidades a las que tenían derecho, aún cuando no las recibieran. Ese porcentaje se consideraba un pago adelantado del impuesto personal (el global complementario) que debían pagar los propietarios de esas sociedades.

Esta última fue la cuestión que se buscó perfeccionar con la reforma de 1984. La queja que animó esa reforma es la misma que se escucha hoy en los pasillos de la casa del Instituto Libertad y Desarrollo: que el sistema tributario perjudicaba la inversión y el ahorro (hoy que vemos los efectos de esas reformas y se siguen defendiendo las mismas ideas, nadie se pregunta de quién es el ahorro quehoy se cuida y se nos trata de convencer que los empresarios arrancarán del país si no hacemos las modificaciones que piden, pero esto es desconocer la historia reciente del país y asumir que desde 1973 en adelante nada ha pasado).

Fue entonces cuando se introdujo el cambio más radical al sistema tributario chileno que todavía nos acompaña y que buscaba hacerlo aún “más consistente [con] un esquema basado en el mercado”. (Cheyre, p. 31).

El cambio debía hacer que el sistema tributario le diera “al sector privado […] recursos para que se pueda desenvolver”. Y, quizá porque los tiempos lo permitían, se argumentó sin tapujos: “la fórmula escogida para recaudar los impuestos debe ser tal que no desincentive la acumulación de capital” (Cheyre, p. 31).

De lo que estamos hablando aquí es, ni más ni menos, una de las grandes razones por las que hoy se sostiene que Chile es uno de los países más desiguales del mundo: en 1974 y luego en 1984 se estructuró un sistema en que el Fisco decidió promover la acumulación de capital entre los privados y dejó exclusivamente en manos del mercado esa distribución. No fue solo un cambio tributario; fue un cambio de país y la implementación de un sistema económico que se estrenaba en el mundo. Desde entonces los chilenos hemos debido aprender que nuestra propiedad sólo depende de nosotros, que estamos aislados, porque competimos unos con otros por apropiarnos del producto social (que hoy incluye a la educación, la salud y la previsión dentro del mercado).

“(Para los autores de las reformas de 1974) los mecanismos de recaudación fiscal debían responder a criterios de eficiencia y sobre todo, responder a la idea de que la propiedad privada es un derecho previo –¿y superior?– a la existencia del Estado”

Atendiendo a esto las modificaciones consistieron en bajar la tasa del impuesto especial de 40% sobre los dividendos de sociedades anónimas (a un 30% en 1984, luego a un 15% en 1985, para después eliminarse a contar de 1986) y modificar la base imponible (el monto sobre el cual se aplica el impuesto). Ahora sí, el sistema del impuesto a la renta en Chile daba cuenta de políticas neoliberales.

En virtud de la reforma de 1984 ocurrió otro asunto vital: a partir de ese momento el impuesto a las rentas del capital (que debían pagar las empresas), llamado impuesto de primera categoría, se pudo descontar –como un crédito– del impuesto que pagan los propietarios de esas empresas (el global complementario). Es decir, lo que la empresa pagaba (que, como vimos empezó a ser menos y llegó hasta cero en 1986), su dueño lo podía descontar de su propia declaración.

Pero no solo pudieron los dueños (sean socios o accionistas) usar como crédito el impuesto de las empresas. Paralelamente se redujo la base imponible de las personas, esto es, el monto sobre el que se calcula el impuesto. A partir de ese momento no se considera el total de las utilidades de las empresas a las que el dueño (socio o accionista) tiene derecho, sino sólo las que retira de esas empresas. Dicho de manera más simple, los dueños de empresas sólo pagan impuestos por las utilidades que reciben y no respecto de aquellas a las que tienen derecho; no se paga por lo que se tiene sino por lo que se deja de acumular, lo que es concordante con un sistema que busca, como dijimos, la acumulación de capital.

La combinación de estas dos últimas modificaciones hace que en Chile no exista un impuesto a las utilidades de las empresas, sino que las empresas pagan un adelanto del impuesto que corresponde a los dueños (este adelanto, después de las reformas que negoció el gobierno de Patricio Aylwin en 1989, es lo que hoy conocemos como impuesto de primera categoría. En esa negociación el impuesto se fijó en 10% pero siguió siendo un crédito para los dueños. Después de eso sólo ha variado la tasa del impuesto, pero no su carácter de crédito).

Las mismas modificaciones dieron vida al famoso FUT (Fondo de Utilidades Tributarias) en el que hoy algunos ven una oportunidad para aumentar la recaudación fiscal. El FUT es un registro contable de las utilidades que no han sido retiradas de la sociedad por sus dueños y por las que deberían pagar impuestos en el momento en que las retiren; al mismo tiempo, es un registro de los impuestos pagados por las empresas y que sus dueños descontarán como crédito de sus propias declaraciones.

Dos economistas entrevistados por CIPER estiman que en el registro FUT hay cerca de U$ 200 mil millones de utilidades no retiradas, es decir, utilidades acumuladas por las que los dueños todavía no han pagado impuestos personales. En otras palabras, el sistema creado en 1984 ha sido muy exitoso, tanto que hoy da muestras de haber estado enfocado en exceso en la acumulación de capital. Una de las grandes críticas que ha aparecido en el debate para reformar el sistema tributario es que esos dineros se retiran usando una gran batería de estrategias, sin que se paguen los impuestos que corresponde. Espero poder demostrar, en las columnas que vienen, que este tema es secundario frente al problema de justicia que refleja la estructura del impuesto a la renta vigente.

“En Chile no existe un impuesto a las utilidades de las empresas, sino que las empresas pagan un adelanto del impuesto que corresponde a los dueño”

Después de las reformas de 1984 se sumaron otras que mantuvieron la línea señalada, entre las que destacan exenciones y tratos privilegiados al mercado de capitales, a la reinversión de utilidades en nuevas empresas, rebajas en la tributación de las personas por ahorro previsional, y otras modificaciones que serían largas de enunciar aquí. Baste con señalar que todas estas modificaciones buscaron profundizar el sistema que nació en 1974 y se consolidó en 1984: un sistema tributario neoliberal.

En ese sentido, para concluir esta primera entrega, me parece necesario reiterar que es importante tener presente que la política tributaria tiene un alcance que va más allá de la mera recaudación. Y, contra lo que mayoritariamente se ha sostenido, lo que está en disputa tras el sistema tributario no es simplemente el financiamiento de más o menos actividades del Estado, sino la forma que adoptan las instituciones que hacen posible nuestras relaciones sociales. En otras palabras, lo que deberíamos preguntarnos es si nos queremos entender como ciudadanos o como agentes de mercado en un modelo neoliberal, y no creer que la única pregunta relevante hoy es cómo aumentar la caja del fisco.